domingo, 13 de enero de 2019

Poética y compromiso


Juan Carlos Mestre o de cómo hacer poesía entre los cascotes de un siglo
por Jose Carlos Rodrigo Breto (revista Achtung!)

Debo reconocer que dos imágenes me han llegado de inmediato al leer el poemario de Juan Carlos Mestre, este Museo de la clase obrera —quizás como con e. e. cummings debería respetar las minúsculas, dado que no aparece una sola mayúscula en toda la magnífica edición llevada a cabo por Calambur, y la dinamitación del lenguaje por parte del poeta en este libro es algo a lo que hay que prestar mucha atención—. Decía que dos imágenes me han venido como fogonazos a la cabeza al bucear en este compendio lírico de la destrucción de un siglo: una es La tierra baldía de T. S. Eliot, quizás por ese aparente totum revolutum que nos propone Mestre, quizás porque aquel era el discurso de unos tiempos cambiantes que avanzaban hacia la catástrofe escrito con una voz de intenciones aglutinadoras —y si en Eliot “Abril es el mes más cruel”, en Mestre podemos afirmar que el siglo XX es el siglo más cruel—. La segunda imagen que brota con la fuerza de un manantial de piedras y ladrillos es la del dibujo titulado El Molé Rachmim, del estonio Bronisław Wojciech Linke, ya hablaré de él más adelante. Por ello, ante la importancia decisiva que contiene en el poemario de Mestre, he decidido dedicarle este amplio estudio en mi columna de El Odradek de los viernes, aquí en Achtung!, donde, además, nos encanta hablar de poesía.
En la entrevista llevada a cabo por la agencia de medios y que acompaña al poemario Museo de la clase obrera, Juan Carlos Mestre reflexiona sobre el papel de la poesía. Para él, la poesía tal vez deba:
“mantener abierta la discusión sobre los conceptos elementales de la dignidad humana, el desafío siempre pendiente de hacer de las palabras la herramienta más útil para la construcción de un proyecto civilizatorio basado en la tolerancia y en la educación emancipadora”.
De esta forma, Mestre aboga por una poesía de resistencia porque:
“lo que hoy resulta indispensable es la resistencia, la inapelable delicadeza humana enfrentada a la perversidad de los actos de fuerza y la indiferencia ante otro”.
Tenemos formulada ya esa premisa fundamental que parece motor primordial del poemario de Mestre, y que expresaba el poeta checo Vladimir Holan en unos versos:
“El dolor siempre es
mayor que el hombre
y sin embargo tiene
que caberle en el corazón”.
Mestre antóloga los dolores en los corazones de las personas que han sufrido y padecido el sangriento siglo XX. La lírica de Museo de la clase obrera se convierte, así, en un ejercicio de reivindicación, que va mucho más allá de la reivindicación meramente política o de lucha social.

La poética del compromiso o la repoblación espiritual del mundo
Sin embargo, esta idea de la poesía, y él vórtice creativo y reivindicativo que es el poemario de Mestre, me ha generado una serie de reflexiones, más aún cuando contemplo campañas publicitarias salvajes y cajones de novedades repletos de algo que comercialmente las editoriales están denominando poesía y que es la inutilidad de juntar lugares comunes atiborrados de fama televisiva o instagramera, cuya función es, además, la de engañar al lector vendiéndole algo que no es y que no conduce a ninguna parte. Y que esos textos no conduzcan a ninguna parte, ya sea a la emoción, a la belleza, al disfrute de la palabra…, que no consigan la trascendencia, es una gran desgracia para cualquier texto etiquetado (con buena o con mala intención), como poesía. La poesía debe trascender.  Máxima número uno.
El argentino Rodolfo Walsh opinaba de la siguiente manera acerca de la literatura política, en respuesta a Ricardo Piglia y con motivo de un reportaje que le hizo en marzo de 1970:
“Un nuevo tipo de sociedad y nuevas formas de producción exigen un nuevo tipo de arte más documental, mucho más atenido a lo que es mostrable (…) No concibo hoy el arte si no está relacionado directamente con la política, con la situación del momento en que se vive”.
Esta conclusión, a la que llega un autor tan comprometido como Walsh —tan comprometido como para perder la vida por ese compromiso—, me hace preguntarme si, realmente, la denuncia política puede convivir con el arte de la literatura, circunstancia que se exacerba en el caso de la poesía de protesta o poesía de combate. ¿Es Museo de la clase obrera un poemario de combate? Pero antes convendría preguntarse: ¿es lícito el compromiso político en un poeta? ¿Debe la literatura cumplir esa función o atender exclusivamente al compromiso estético que resulta intrínseco a cada una de las artes? ¿Es el poeta una voz autorizada para asumir esa denuncia?
Jean Paul Sartre, en su obra de 1957, ¿Qué es la literatura? (Losada) era de una opinión bien diferente a la de Walsh:
“Qué tontería sería reclamar un compromiso poético. Indudablemente, la emoción, la pasión misma —¿y por qué no la cólera, la indignación social o el odio político?— participan en el origen del poema. Pero no se “expresan” en él como en un libelo o en una profesión de fe”.
Para Sartre, este era un asunto, el asunto del llamado compromiso, exclusivo de la narrativa. La poesía realizada con tintes políticos a menudo puede producir mediocridades como, por ejemplo, la poesía panfletaria de ambos bandos durante la Guerra Civil española o la poesía gestada en los inflamados tiempos de consignas en la URSS o los países satélites comunistas, enmarcada dentro de loas al obrero, al estajanovismo y al realismo socialista. Y valga como ejemplo el Neruda más extremo, ese que canta a Stalin, como una demostración de hasta dónde una excesiva politización puede descascarillar la poesía:
“Su sencillez y su sabiduría,
su estructura
de bondadoso pan y de acero
inflexible
nos ayuda a ser hombres cada día (…)
Stalin es el mediodía,
la madurez del hombre y de los pueblos”…
En este sentido, en tanto a poética y compromiso, nos responde la conocida sentencia de Adorno sobre la imposibilidad de poetizar después de Auschwitz: la magnitud de la desgracia incapacitaría al ser humano para esa búsqueda necesaria de la belleza en un poema, algo que resultaría, ante el horror, como una especie de aberración.
“Dios creó al hombre y el hombre creó Auschwitz”. Esta frase, uno de los difíciles problemas con los que se suele topar la teodicea, refleja un conflicto poético: Auschwitz es el lamentable y máximo producto del proceso de poyesis del hombre: generar cadáveres de la forma más eficiente posible. Por tanto… ¿debe la humanidad continuar con la poesía tras semejante creación aberrante?
Claramente, Mestre entiende y demuestra que sí se debe continuar, que así debe ser, y lo demuestra con su poemario. Aquí no caben dudas, porque, tal y como afirma:
“Bastaría con pensar que la poesía, en todas sus formulaciones, puede aún contribuir a la repoblación espiritual del mundo”.

La reparación dialéctica de lo silenciado
Con la idea anterior, esa repoblación espiritual del mundo, Mestre se pone de parte de Juan Gelman que, en unas declaraciones para la obra colectiva Juan Gelman: poesía y coraje (La Página Ediciones), difiere abiertamente de Sartre y Adorno, y en su opinión empieza a despuntar la verdadera idea y función de este tipo de poética:
“Theodor Adorno acuñó alguna vez una frase infeliz: afirmó que no era posible escribir poesía después de Auschwitz. La obra de Paul Celan lo desmiente. Como la de Kenzaburo Oé, después de Hiroshima y Nagasaki. Durante años pensé que había un error, que Adorno seguramente tuvo que decir “como antes”, que no se podía escribir poesía como antes de Auschwitz, como antes de Hiroshima y Nagasaki, como antes de los genocidios latinoamericanos más recientes. Y ahora pienso que no hay un después de Auschwitz, de Hiroshima y Nagasaki, de los genocidios latinoamericanos, que habitamos un “durante”, que las matanzas se repiten una y otra vez en algún rincón del planeta, que asistimos a ese genocidio más lento que el de los hornos crematorios, pero no menos brutal (…) Y, sin embargo, la poesía continúa, se responsabiliza de este caos (…) A pesar de los genocidas, la poesía permanece, sortea sus agujeros, el horror que no puede nombrar”.
La poesía sí que puede realizar esta función, y lo hace mediante el recuerdo. Una poesía que evoca a las víctimas y que, con la enorme dignidad de las palabras, las trae de nuevo al presente, las recupera. Mestre escoge precisamente este camino: se centra en la función evocadora de la poesía, en la recuperación de una memoria poética de utilidad y que, a la par, no abandone su intención estética. Tal y como él lo define:
“La poética humanística reconstruye los vínculos deteriorados por el ejercicio abusivo de poder, y lo hace desde la reparación dialéctica de lo silenciado, con las voces que algún día dieron sentido a la experiencia humana como una permanente lucha por los derechos civiles a la felicidad”.
De esta forma, la poesía funciona como resistencia ante el drama, acerca hasta el lector un pasado de necesaria recuperación y conocimiento, señala claramente a las víctimas, pero también avergüenza a sus verdugos. Y añade Juan Gelman al respecto:
“Hemos conocido en nuestro continente la muerte temprana de muchísimos jóvenes que querían hacer otro mundo de este mundo. Eso abre preguntas sobre la poesía de América Latina: ¿su ética radica en recuperar la pérdida cada vez perdida, no para repetirla, sino para buscar en ella algo nuevo? ¿Para volver distinta a la repetición? El silencio de la palabra se cruza con la palabra silenciada de los muertos, de los torturados, de los desaparecidos. Desde allí habla. La palabra es cuerpo y vuelve al cuerpo. Desde allí duele”.
Para Nahum Megged, prologuista del libro Todas las piedras del Muro (editorial Alfil) del poeta costarricense Laureano Albán, el problema del silencio del poeta equivaldría al no ser; sería romper el pacto entre él y Dios, el mundo y la vida. Laureano Albán nos asegura en ese libro que:
“Si no escribes has muerto, y es tu raza el silencio”.
Así, se puede, entonces, comenzar la tarea de evocar y de recordar, sin perder una perspectiva clave en el texto. Y es que, como dice Gelman:
“la poesía enfrenta a la nada, mira la muerte a los ojos”.
Quizás esa sea su primera y primordial función, la de que el poeta mire a los ojos de la muerte y arranque de ella el recuerdo de quienes merecen ser, así, recuperados e inmortalizados porque, citando a Huidobro:
“El poeta debe decir las cosas que sin él no serían dichas jamás”.

Nihilismo poético y anti discurso: vórtice de palabras
Sin embargo, la reacción del poeta ante la barbarie, puede ser la de una pérdida de fe en la poesía, como si ante el horror quizás no fuera correcto, o ético, andar rastreando la belleza de la palabra, como si fuera tiempo para otros quehaceres, poetizando de otra manera, menos lírica, más acorde con el drama que se vive o presencia.
Haciendo bueno el dicho de Adorno, en cierto modo, Neruda casi le concede la razón en estos versos escritos como reacción a las matanzas durante la Guerra Civil española, y que pertenecen al poema Explico algunas cosas, de su poemario Tercera Residencia (Debolsillo):
“PREGUNTARÉIS: Y dónde están las lilas?
Y la metafísica cubierta de amapolas?
Y la lluvia que a menudo golpeaba
sus palabras llenándolas de agujeros y pájaros?”.
Ante la dimensión de la tragedia, ciertos elementos de la poética, de una poesía metafísica como la de Residencia en la Tierra, ahora no tienen cabida. Y si el lector se pregunta por ellos, Neruda abunda en estas interrogantes:
“Preguntaréis por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles!”
Con la sangre corriendo por las calles no queda espacio, ni tiempo, ni ganas, ni parece que sea el momento de una poesía evocadora… Pero si lo miramos con detenimiento, realmente, Neruda admite la interpretación que Gelman hace de Adorno. En efecto, no se puede poetizar después de Auschwitz; es decir, tras el horror. Neruda parece afirmar en Explico algunas cosas la necesidad de poetizar de una forma diferente.
El concepto de belleza, de realidad y de ser humano, ha cambiado tras la barbarie del siglo XX. Y de ahí que Juan Carlos Mestre articule un anti discurso, que he denominado vórtice de palabras, para presentarnos esta poesía que conforma un poemario que emerge de entre la escombrera de sangres del siglo XX.
Este anti discurso se apoya en cierto nihilismo poético: es una poesía sin yo, o tal vez una poesía de yo colectivo difuminado, es una poesía de poemas sin centro, o tal vez el centro sea todo el poema como un ojo cónico del huracán por el que se van asomando las víctimas del tiempo. Esas víctimas que para Mestre son:
“los que ya solo viven en el aire, los antepasados del gran sueño de la esperanza, aquellos que bajo la tachadura del autoritarismo siguen personificándose hoy en la multitud de víctimas, bien visibles, del tiempo presente”.
En efecto, víctimas pasadas que se personifican en las del tiempo presente porque, aunque por las páginas de Museo de la clase obrera desfilan los asesinados en Auschwitz, por ejemplo, su discurso, que va mucho más allá de las meras reglas formales de la gramática (porque la conciencia no tiene gramática, nos advierte Mestre), alcanza a los fallecidos en las Torres Gemelas, en los trenes de Madrid o en la Ramblas de Barcelona, en París, en la redacción del Charlie Hebdo, a cualquiera de la víctimas de cualquier tiempo pasado, presente o futuro, en un devenir o fluir cuántico, y devuelve con dignidad a la vida a todos ellos, pero no solo a todos ellos: también al niño Aylan Kurdi ahogado sobre una playa de Turquía o a las víctimas del genocidio sirio.
Qué lista tan interminable… Al pensar en ella podría inclinarme a creer que, como afirmaba el Premio Nobel húngaro Imre Kertész, quizás:
“Después de Auschwitz ya sólo pueden escribirse versos sobre Auschwitz”.
Sin embargo, que el peso de lo dramático bloquee al poeta, hasta el punto de no poder poetizar sobre ello, acarrea el riesgo de entrar en ese silencio que antes señalaba Laureano Albán, y que significa la destrucción misma del autor al callar su voz. Poetizar después de Auschwitz, de otra forma, de una manera distinta, no significa renunciar a la palabra; significa recordar, fundamentalmente, a los que han sufrido la tragedia. De esta manera, la poesía se apoya en la tarea de rememorar porque, tal y como asegura el historiador suizo Stefan Mächler:
“Los asesinados no pueden explicar su destino”.
Por lo tanto, tendremos que explicarlo nosotros, y en este caso poetas como Mestre con su libro. A tal efecto, reflexionaba Juan Gelman en su discurso de aceptación del Premio Cervantes de 2007:
“Ya no vivimos en la Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en nuestro Cono Sur.  Para San Agustín, la memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres amados que las dictaduras militares desaparecieron”.
Por eso, por todo esto, Juan Carlos Mestre se resiste a que las víctimas caigan en el olvido, busca hacer poesía con la verdad, con la realidad, con unos hechos incómodos ante los que se ha mirado demasiadas veces hacia otro lado.

La función poética reparadora
La poesía en el libro de Mestre se mueve gracias a algo mucho más profundo que esa mera denuncia de la barbarie como si fuera un instrumento político y social: Mestre poetiza con la certeza de que el dolor es una caída en una sima sin fondo, que no termina nunca, y la evidencia, por otra parte, de que, para reflejar ese dolor, combatirlo, exorcizarlo y repararlo, hay que tener en cuenta la siguiente máxima de Gelman, que parece dar con la cuestión exacta de la función poética:
“la poesía crea otra memoria, en la que el sueño de la realidad se rehace como sueño de la escritura”.
Se erige así una memoria paralela, una memoria poética que rinde justicia a los muertos y, finalmente, los trae, de nuevo, con nosotros. Todo ello, sucede y aparece, de una u otra manera, en el libro Museo de la clase obrera.
Estamos, por tanto, ante la función poética reparadora, incluso amortajadora en el recuerdo, que restaña las injusticias. Volvamos a este juego dialéctico que me traigo de citar a Gelman para explicar a Mestre. Nos dice en su discurso del Cervantes:
“Enterrar a sus muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable, que no es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a regir. (…) Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han logrado aun lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto. Hay quienes vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia. Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular”.
Porque nombrar al mal no consiste sólo en denunciarlo, sino también en exorcizarlo de nuestras vidas. De esta forma, en Museo de la clase obrera se aúnan los términos catarsis y conjura, lo que nos lleva a esa eterna función depuradora de la poesía en donde el poeta interpreta un papel doble: social y espiritual. Al desempeñar ese papel doble, Mestre está revelando cómo ha sido el mal a los ojos de los lectores y, con ello, en cierto modo, reparándolo retroactivamente. Es necesario saber lo que ha ocurrido, y hay que interpelarse por los ¿por? y por los ¿dónde?, y mencionar a quienes lo permitieron o a quienes lo llevaron a cabo.
Estas preguntas toman cuerpo en el poemario de Mestre en forma de nombres que son respuestas. Nombres, nombres por todas partes, que brotan en las páginas, que surgen codo con codo, junto a los peores villanos, Hitler, Stalin, Mussolini, al lado mismo de ellos, aparecen Mahler, Gertrude Stein o Joan Miró. Porque el siglo XX ha sido capaz de lo mejor y de lo peor, resumido en este verso del libro:
“de ningún modo un pentagrama debiera confundirse con un
matadero”.
 Así que todos esos nombres tienen un efecto catártico en los lectores. Nos obligan a formularnos preguntas sobre ellos. Tal y como admite Julio Cortázar —en su célebre prólogo a los poemas de Gelman, titulado Contra las telarañas de la costumbre— que le ocurre cuando lee los poemas de Juan Gelman:
“Hay poemas que son solamente preguntas (…) Cuando Juan pregunta se diría que nos está incitando a volvernos más lúcidamente hacia el pasado para después ser más lúcidos hacia el futuro”.

La poética de la responsabilidad colectiva
Sin embargo, en Museo de la clase obrera Mestre no es ese Angelus Novus benjaminiano; no, no lo es: no es un poeta que escriba como el Ángel de la Historia, con el rostro vuelto al pasado, la escombrera tras él, pero versificando hacia el futuro con una fuerza ingobernable. No. Mestre escribe el poemario en el centro mismo del desastre, se eleva por encima de los cascotes como ese dibujo de Bronisław Wojciech Linke, ese Molé Rachmim que reza, tal vez, un kadish poético envuelto en las ruinas.
Como en el estremecedor dibujo, Mestre es un orante con su poemario, irradia una plegaria, con las filacterias apretadas en su brazo, esos tefilín que, por ejemplo, en la Sinagoga Española de Praga, se apilan en una caja de las ausencias, señalando la ceniza en la que se convirtieron sus portadores.
Mestre, Molé Rachmim, nos lanza su poemario erguido entre las ruinas del siglo. Se produce, así, toda una revelación y los poemas se han convertido, ahora, en una cuestión de responsabilidad colectiva. Ya no se puede mirar a otro lado, ya basta de eso: el poeta ha sido responsable, él no ha desviado la mirada y hace que nosotros, sus lectores, tampoco lo hagamos ahora; porque Mestre nos ha convertido a todos en responsables al leer su libro. Somos conjurados, nos ha obligado a asumir y compartir, sino culpas, si la tarea responsable de recordar y difundir el horror para que, precisamente, no vuelva a ocurrir, y tengamos presentes aquellas palabras del historiador británico Ian Kershaw, que nos aseguran que:
“La carretera a Auschwitz la construyó el odio, pero la pavimentó la indiferencia”.
Y es a causa de esta responsabilidad colectiva por lo que aparece, al final casi del libro, la figura de Gaspar Hauser, para imponerse sobre el resto de los nombres mencionados. Sobre todos y cada uno de los nombres.
Este joven es la encarnación de nuestro desarraigo y pérdida de identidad ante la barbarie. Gaspar Hauser apareció —con apenas 16 años— vagando por la ciudad de Núremberg en el año 1828, completamente asilvestrado. Un largo cautiverio, donde previsiblemente fue molido a golpes y torturado, lo convirtieron en una persona sin referentes, sin pasado ni futuro, con la identidad completamente extraviada: es ejemplo de lo que hemos sido y de lo que, colectivamente, somos actualmente los habitantes de la modernidad.
Después, apenas habían pasado cinco años de su irrupción, fue asesinado de forma todavía inexplicable. “Aquí fue asesinado un desconocido de forma desconocida”, reza un pilar octogonal en el lugar en donde lo mataron.
Así lo entendió el austriaco Peter Handke, un autor que siempre indaga en personajes con crisis identitarias, y compuso una inquietante obra de teatro al respecto. Y así lo comprende Juan Carlos Mestre, que elige terminar el libro con la repetición de un mantra que nos vuelve a todos inocentes y víctimas:
“yo gaspar hauser yo gaspar hauser yo gaspar hauser”
Porque todos somos ese personaje, ese Hauser que vaga aturdido por el mundo, que conserva los restos y cicatrices de aquellos desconocidos asesinados de forma desconocida, y que necesita hacer algo con todo ello. Y Mestre compone un poemario crucial e impactante, que se eleva como ese Molé Rachmim que ahora toma de la mano a Gaspar Hauser, nos toma de la mano a todos, para llevar a cabo “la repoblación espiritual del mundo”.
Si atendemos a la cita de José Galván —uno de los heterónimos del propio Juan Gelman— que encabeza su libro Relaciones (1971-1973) (Visor), encontramos que esta prospección hasta las honduras del dolor que hemos presenciado en Museo de la clase obrera es una forma de elaborar un duelo poético:
“Hay que hundir las palabras en la realidad
hasta hacerlas delirar como ella”.
Mestre lleva a cabo, con nosotros sus lectores, ese duelo poético, aparejado a una demolición del lenguaje donde las palabras resultan como los cascotes de una escombrera tras un bombardeo. Porque no conviene olvidarlo, y Mestre lo tiene bien presente en su poemario, aquello que asegura Gelman, sin titubear:
“Ahí está la poesía: de pie contra la muerte”.

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