Juan Carlos Mestre o de cómo hacer
poesía entre los cascotes de un siglo
por Jose Carlos Rodrigo Breto (revista Achtung!)
Debo reconocer que dos imágenes me han llegado de inmediato
al leer el poemario de Juan Carlos Mestre, este Museo de la clase obrera
—quizás como con e. e. cummings debería respetar las minúsculas, dado que no
aparece una sola mayúscula en toda la magnífica edición llevada a cabo por
Calambur, y la dinamitación del lenguaje por parte del poeta en este libro es
algo a lo que hay que prestar mucha atención—. Decía que dos imágenes me han
venido como fogonazos a la cabeza al bucear en este compendio lírico de la
destrucción de un siglo: una es La tierra baldía de T. S. Eliot, quizás por ese
aparente totum revolutum que nos propone Mestre, quizás porque aquel era el
discurso de unos tiempos cambiantes que avanzaban hacia la catástrofe escrito
con una voz de intenciones aglutinadoras —y si en Eliot “Abril es el mes más
cruel”, en Mestre podemos afirmar que el siglo XX es el siglo más cruel—. La
segunda imagen que brota con la fuerza de un manantial de piedras y ladrillos
es la del dibujo titulado El Molé Rachmim, del estonio Bronisław Wojciech
Linke, ya hablaré de él más adelante. Por ello, ante la importancia decisiva
que contiene en el poemario de Mestre, he decidido dedicarle este amplio
estudio en mi columna de El Odradek de los viernes, aquí en Achtung!, donde,
además, nos encanta hablar de poesía.
En la entrevista llevada a cabo por la agencia de medios y
que acompaña al poemario Museo de la clase obrera, Juan Carlos Mestre reflexiona sobre el papel de la poesía. Para él,
la poesía tal vez deba:
“mantener abierta la
discusión sobre los conceptos elementales de la dignidad humana, el desafío
siempre pendiente de hacer de las palabras la herramienta más útil para la
construcción de un proyecto civilizatorio basado en la tolerancia y en la
educación emancipadora”.
De esta forma, Mestre aboga por una poesía de resistencia
porque:
“lo que hoy resulta
indispensable es la resistencia, la inapelable delicadeza humana enfrentada a
la perversidad de los actos de fuerza y la indiferencia ante otro”.
Tenemos formulada ya esa premisa fundamental que parece
motor primordial del poemario de Mestre, y que expresaba el poeta checo Vladimir Holan en unos versos:
“El dolor siempre es
mayor que el hombre
y sin embargo tiene
que caberle en el
corazón”.
Mestre antóloga los dolores en los corazones de las personas
que han sufrido y padecido el sangriento siglo XX. La lírica de Museo de la
clase obrera se convierte, así, en un ejercicio de reivindicación, que va mucho
más allá de la reivindicación meramente política o de lucha social.
La poética del compromiso o la
repoblación espiritual del mundo
Sin embargo, esta idea de la poesía, y él vórtice creativo y
reivindicativo que es el poemario de Mestre, me ha generado una serie de
reflexiones, más aún cuando contemplo campañas publicitarias salvajes y cajones
de novedades repletos de algo que comercialmente las editoriales están
denominando poesía y que es la inutilidad de juntar lugares comunes atiborrados
de fama televisiva o instagramera, cuya función es, además, la de engañar al
lector vendiéndole algo que no es y que no conduce a ninguna parte. Y que esos
textos no conduzcan a ninguna parte, ya sea a la emoción, a la belleza, al
disfrute de la palabra…, que no consigan la trascendencia, es una gran
desgracia para cualquier texto etiquetado (con buena o con mala intención),
como poesía. La poesía debe trascender.
Máxima número uno.
El argentino Rodolfo
Walsh opinaba de la siguiente manera acerca de la literatura política, en
respuesta a Ricardo Piglia y con motivo de un reportaje que le hizo en marzo de
1970:
“Un nuevo tipo de
sociedad y nuevas formas de producción exigen un nuevo tipo de arte más
documental, mucho más atenido a lo que es mostrable (…) No concibo hoy el arte
si no está relacionado directamente con la política, con la situación del
momento en que se vive”.
Esta conclusión, a la que llega un autor tan comprometido
como Walsh —tan comprometido como para perder la vida por ese compromiso—, me
hace preguntarme si, realmente, la denuncia política puede convivir con el arte
de la literatura, circunstancia que se exacerba en el caso de la poesía de
protesta o poesía de combate. ¿Es Museo de la clase obrera un poemario de
combate? Pero antes convendría preguntarse: ¿es lícito el compromiso político
en un poeta? ¿Debe la literatura cumplir esa función o atender exclusivamente
al compromiso estético que resulta intrínseco a cada una de las artes? ¿Es el
poeta una voz autorizada para asumir esa denuncia?
Jean Paul Sartre,
en su obra de 1957, ¿Qué es la literatura? (Losada) era de una opinión bien
diferente a la de Walsh:
“Qué tontería sería
reclamar un compromiso poético. Indudablemente, la emoción, la pasión misma —¿y
por qué no la cólera, la indignación social o el odio político?— participan en
el origen del poema. Pero no se “expresan” en él como en un libelo o en una
profesión de fe”.
Para Sartre, este era un asunto, el asunto del llamado
compromiso, exclusivo de la narrativa. La poesía realizada con tintes políticos
a menudo puede producir mediocridades como, por ejemplo, la poesía panfletaria
de ambos bandos durante la Guerra Civil española o la poesía gestada en los
inflamados tiempos de consignas en la URSS o los países satélites comunistas,
enmarcada dentro de loas al obrero, al estajanovismo y al realismo socialista.
Y valga como ejemplo el Neruda más
extremo, ese que canta a Stalin, como una demostración de hasta dónde una
excesiva politización puede descascarillar la poesía:
“Su sencillez y su
sabiduría,
su estructura
de bondadoso pan y de
acero
inflexible
nos ayuda a ser hombres
cada día (…)
Stalin es el mediodía,
la madurez del hombre
y de los pueblos”…
En este sentido, en tanto a poética y compromiso, nos
responde la conocida sentencia de Adorno sobre la imposibilidad de poetizar
después de Auschwitz: la magnitud de la desgracia incapacitaría al ser humano
para esa búsqueda necesaria de la belleza en un poema, algo que resultaría,
ante el horror, como una especie de aberración.
“Dios creó al hombre y el hombre creó Auschwitz”. Esta
frase, uno de los difíciles problemas con los que se suele topar la teodicea,
refleja un conflicto poético: Auschwitz es el lamentable y máximo producto del
proceso de poyesis del hombre: generar cadáveres de la forma más eficiente
posible. Por tanto… ¿debe la humanidad continuar con la poesía tras semejante
creación aberrante?
Claramente, Mestre
entiende y demuestra que sí se debe continuar, que así debe ser, y lo demuestra
con su poemario. Aquí no caben dudas, porque, tal y como afirma:
“Bastaría con pensar
que la poesía, en todas sus formulaciones, puede aún contribuir a la
repoblación espiritual del mundo”.
La reparación dialéctica de lo
silenciado
Con la idea anterior, esa repoblación espiritual del mundo,
Mestre se pone de parte de Juan Gelman
que, en unas declaraciones para la obra colectiva Juan Gelman: poesía y coraje (La Página Ediciones), difiere
abiertamente de Sartre y Adorno, y en su opinión empieza a despuntar la
verdadera idea y función de este tipo de poética:
“Theodor Adorno acuñó
alguna vez una frase infeliz: afirmó que no era posible escribir poesía después
de Auschwitz. La obra de Paul Celan lo desmiente. Como la de Kenzaburo Oé,
después de Hiroshima y Nagasaki. Durante años pensé que había un error, que
Adorno seguramente tuvo que decir “como antes”, que no se podía escribir poesía
como antes de Auschwitz, como antes de Hiroshima y Nagasaki, como antes de los
genocidios latinoamericanos más recientes. Y ahora pienso que no hay un después
de Auschwitz, de Hiroshima y Nagasaki, de los genocidios latinoamericanos, que
habitamos un “durante”, que las matanzas se repiten una y otra vez en algún
rincón del planeta, que asistimos a ese genocidio más lento que el de los
hornos crematorios, pero no menos brutal (…) Y, sin embargo, la poesía
continúa, se responsabiliza de este caos (…) A pesar de los genocidas, la
poesía permanece, sortea sus agujeros, el horror que no puede nombrar”.
La poesía sí que puede realizar esta función, y lo hace
mediante el recuerdo. Una poesía que evoca a las víctimas y que, con la enorme
dignidad de las palabras, las trae de nuevo al presente, las recupera. Mestre escoge precisamente este camino:
se centra en la función evocadora de la poesía, en la recuperación de una
memoria poética de utilidad y que, a la par, no abandone su intención estética.
Tal y como él lo define:
“La poética
humanística reconstruye los vínculos deteriorados por el ejercicio abusivo de
poder, y lo hace desde la reparación dialéctica de lo silenciado, con las voces
que algún día dieron sentido a la experiencia humana como una permanente lucha
por los derechos civiles a la felicidad”.
De esta forma, la poesía funciona como resistencia ante el
drama, acerca hasta el lector un pasado de necesaria recuperación y
conocimiento, señala claramente a las víctimas, pero también avergüenza a sus
verdugos. Y añade Juan Gelman al
respecto:
“Hemos conocido en
nuestro continente la muerte temprana de muchísimos jóvenes que querían hacer
otro mundo de este mundo. Eso abre preguntas sobre la poesía de América Latina:
¿su ética radica en recuperar la pérdida cada vez perdida, no para repetirla,
sino para buscar en ella algo nuevo? ¿Para volver distinta a la repetición? El
silencio de la palabra se cruza con la palabra silenciada de los muertos, de
los torturados, de los desaparecidos. Desde allí habla. La palabra es cuerpo y
vuelve al cuerpo. Desde allí duele”.
Para Nahum Megged, prologuista del libro Todas las piedras
del Muro (editorial Alfil) del poeta costarricense Laureano Albán, el problema
del silencio del poeta equivaldría al no ser; sería romper el pacto entre él y
Dios, el mundo y la vida. Laureano Albán
nos asegura en ese libro que:
“Si no escribes has
muerto, y es tu raza el silencio”.
Así, se puede, entonces, comenzar la tarea de evocar y de
recordar, sin perder una perspectiva clave en el texto. Y es que, como dice Gelman:
“la poesía enfrenta a
la nada, mira la muerte a los ojos”.
Quizás esa sea su primera y primordial función, la de que el
poeta mire a los ojos de la muerte y arranque de ella el recuerdo de quienes
merecen ser, así, recuperados e inmortalizados porque, citando a Huidobro:
“El poeta debe decir
las cosas que sin él no serían dichas jamás”.
Nihilismo poético y anti discurso:
vórtice de palabras
Sin embargo, la reacción del poeta ante la barbarie, puede
ser la de una pérdida de fe en la poesía, como si ante el horror quizás no
fuera correcto, o ético, andar rastreando la belleza de la palabra, como si
fuera tiempo para otros quehaceres, poetizando de otra manera, menos lírica,
más acorde con el drama que se vive o presencia.
Haciendo bueno el dicho de Adorno, en cierto modo, Neruda casi le concede la razón en
estos versos escritos como reacción a las matanzas durante la Guerra Civil
española, y que pertenecen al poema Explico algunas cosas, de su poemario
Tercera Residencia (Debolsillo):
“PREGUNTARÉIS: Y dónde
están las lilas?
Y la metafísica
cubierta de amapolas?
Y la lluvia que a
menudo golpeaba
sus palabras
llenándolas de agujeros y pájaros?”.
Ante la dimensión de la tragedia, ciertos elementos de la
poética, de una poesía metafísica como la de Residencia en la Tierra, ahora no
tienen cabida. Y si el lector se pregunta por ellos, Neruda abunda en estas
interrogantes:
“Preguntaréis por qué
su poesía
no nos habla del
sueño, de las hojas,
de los grandes
volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre
por las calles,
venid a ver
la sangre por las
calles,
venid a ver la sangre
por las calles!”
Con la sangre corriendo por las calles no queda espacio, ni
tiempo, ni ganas, ni parece que sea el momento de una poesía evocadora… Pero si
lo miramos con detenimiento, realmente, Neruda admite la interpretación que
Gelman hace de Adorno. En efecto, no se puede poetizar después de Auschwitz; es
decir, tras el horror. Neruda parece afirmar en Explico algunas cosas la
necesidad de poetizar de una forma diferente.
El concepto de belleza, de realidad y de ser humano, ha
cambiado tras la barbarie del siglo XX. Y de ahí que Juan Carlos Mestre
articule un anti discurso, que he denominado vórtice de palabras, para
presentarnos esta poesía que conforma un poemario que emerge de entre la
escombrera de sangres del siglo XX.
Este anti discurso se apoya en cierto nihilismo poético: es
una poesía sin yo, o tal vez una poesía de yo colectivo difuminado, es una
poesía de poemas sin centro, o tal vez el centro sea todo el poema como un ojo
cónico del huracán por el que se van asomando las víctimas del tiempo. Esas
víctimas que para Mestre son:
“los que ya solo viven
en el aire, los antepasados del gran sueño de la esperanza, aquellos que bajo
la tachadura del autoritarismo siguen personificándose hoy en la multitud de
víctimas, bien visibles, del tiempo presente”.
En efecto, víctimas pasadas que se personifican en las del
tiempo presente porque, aunque por las páginas de Museo de la clase obrera
desfilan los asesinados en Auschwitz, por ejemplo, su discurso, que va mucho
más allá de las meras reglas formales de la gramática (porque la conciencia no
tiene gramática, nos advierte Mestre), alcanza a los fallecidos en las Torres
Gemelas, en los trenes de Madrid o en la Ramblas de Barcelona, en París, en la
redacción del Charlie Hebdo, a cualquiera de la víctimas de cualquier tiempo pasado,
presente o futuro, en un devenir o fluir cuántico, y devuelve con dignidad a la
vida a todos ellos, pero no solo a todos ellos: también al niño Aylan Kurdi
ahogado sobre una playa de Turquía o a las víctimas del genocidio sirio.
Qué lista tan interminable… Al pensar en ella podría
inclinarme a creer que, como afirmaba el Premio Nobel húngaro Imre Kertész, quizás:
“Después de Auschwitz
ya sólo pueden escribirse versos sobre Auschwitz”.
Sin embargo, que el peso de lo dramático bloquee al poeta,
hasta el punto de no poder poetizar sobre ello, acarrea el riesgo de entrar en
ese silencio que antes señalaba Laureano Albán, y que significa la destrucción
misma del autor al callar su voz. Poetizar después de Auschwitz, de otra forma,
de una manera distinta, no significa renunciar a la palabra; significa
recordar, fundamentalmente, a los que han sufrido la tragedia. De esta manera,
la poesía se apoya en la tarea de rememorar porque, tal y como asegura el
historiador suizo Stefan Mächler:
“Los asesinados no pueden
explicar su destino”.
Por lo tanto, tendremos que explicarlo nosotros, y en este
caso poetas como Mestre con su libro. A tal efecto, reflexionaba Juan Gelman en su discurso de
aceptación del Premio Cervantes de 2007:
“Ya no vivimos en la
Grecia del siglo V antes de Cristo en que los ciudadanos eran obligados a
olvidar por decreto. Esa clase de olvido es imposible. Bien lo sabemos en
nuestro Cono Sur. Para San Agustín, la
memoria es un santuario vasto, sin límite, en el que se llama a los recuerdos
que a uno se le antojan. Pero hay recuerdos que no necesitan ser llamados y
siempre están ahí y muestran su rostro sin descanso. Es el rostro de los seres
amados que las dictaduras militares desaparecieron”.
Por eso, por todo esto,
Juan Carlos Mestre se resiste a que las víctimas caigan en el olvido, busca
hacer poesía con la verdad, con la realidad, con unos hechos incómodos ante los
que se ha mirado demasiadas veces hacia otro lado.
La función poética reparadora
La poesía en el libro de Mestre se mueve gracias a algo
mucho más profundo que esa mera denuncia de la barbarie como si fuera un
instrumento político y social: Mestre poetiza con la certeza de que el dolor es
una caída en una sima sin fondo, que no termina nunca, y la evidencia, por otra
parte, de que, para reflejar ese dolor, combatirlo, exorcizarlo y repararlo,
hay que tener en cuenta la siguiente máxima de Gelman, que parece dar con la cuestión exacta de la función
poética:
“la poesía crea otra
memoria, en la que el sueño de la realidad se rehace como sueño de la
escritura”.
Se erige así una memoria paralela, una memoria poética que
rinde justicia a los muertos y, finalmente, los trae, de nuevo, con nosotros.
Todo ello, sucede y aparece, de una u otra manera, en el libro Museo de la
clase obrera.
Estamos, por tanto, ante la función poética reparadora,
incluso amortajadora en el recuerdo, que restaña las injusticias. Volvamos a
este juego dialéctico que me traigo de citar a Gelman para explicar a Mestre. Nos dice en su discurso del
Cervantes:
“Enterrar a sus
muertos es una ley no escrita, dice Antígona, una ley fija siempre, inmutable,
que no es una ley de hoy sino una ley eterna que nadie sabe cuándo comenzó a
regir. (…) Así habla de y con los familiares de desaparecidos bajo las
dictaduras militares que devastaron nuestros países. Y los hombres no han
logrado aun lo que Medea pedía: curar el infortunio con el canto. Hay quienes
vilipendian este esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado,
que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no
encarnizarse en reabrir viejas heridas. Están perfectamente equivocados. Las
heridas aún no están cerradas. Laten en el subsuelo de la sociedad como un
cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia.
Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y
así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que
entre en su pasado. Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la
destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su
pasado en particular”.
Porque nombrar al mal no consiste sólo en denunciarlo, sino
también en exorcizarlo de nuestras vidas. De esta forma, en Museo de la clase
obrera se aúnan los términos catarsis y conjura, lo que nos lleva a esa eterna
función depuradora de la poesía en donde el poeta interpreta un papel doble:
social y espiritual. Al desempeñar ese papel doble, Mestre está revelando cómo
ha sido el mal a los ojos de los lectores y, con ello, en cierto modo,
reparándolo retroactivamente. Es necesario saber lo que ha ocurrido, y hay que
interpelarse por los ¿por? y por los ¿dónde?, y mencionar a quienes lo
permitieron o a quienes lo llevaron a cabo.
Estas preguntas toman cuerpo en el poemario de Mestre en forma de nombres que son
respuestas. Nombres, nombres por todas partes, que brotan en las páginas, que
surgen codo con codo, junto a los peores villanos, Hitler, Stalin, Mussolini,
al lado mismo de ellos, aparecen Mahler, Gertrude Stein o Joan Miró. Porque el siglo
XX ha sido capaz de lo mejor y de lo peor, resumido en este verso del libro:
“de ningún modo un
pentagrama debiera confundirse con un
matadero”.
Así que todos esos
nombres tienen un efecto catártico en los lectores. Nos obligan a formularnos
preguntas sobre ellos. Tal y como admite Julio
Cortázar —en su célebre prólogo a los poemas de Gelman, titulado Contra las
telarañas de la costumbre— que le ocurre cuando lee los poemas de Juan Gelman:
“Hay poemas que son
solamente preguntas (…) Cuando Juan pregunta se diría que nos está incitando a
volvernos más lúcidamente hacia el pasado para después ser más lúcidos hacia el
futuro”.
La poética de la responsabilidad
colectiva
Sin embargo, en Museo de la clase obrera Mestre no es ese
Angelus Novus benjaminiano; no, no lo es: no es un poeta que escriba como el
Ángel de la Historia, con el rostro vuelto al pasado, la escombrera tras él,
pero versificando hacia el futuro con una fuerza ingobernable. No. Mestre
escribe el poemario en el centro mismo del desastre, se eleva por encima de los
cascotes como ese dibujo de Bronisław Wojciech Linke, ese Molé Rachmim que
reza, tal vez, un kadish poético envuelto en las ruinas.
Como en el estremecedor dibujo, Mestre es un orante con su
poemario, irradia una plegaria, con las filacterias apretadas en su brazo, esos
tefilín que, por ejemplo, en la Sinagoga Española de Praga, se apilan en una
caja de las ausencias, señalando la ceniza en la que se convirtieron sus
portadores.
Mestre, Molé Rachmim, nos lanza su poemario erguido entre
las ruinas del siglo. Se produce, así, toda una revelación y los poemas se han
convertido, ahora, en una cuestión de responsabilidad colectiva. Ya no se puede
mirar a otro lado, ya basta de eso: el poeta ha sido responsable, él no ha
desviado la mirada y hace que nosotros, sus lectores, tampoco lo hagamos ahora;
porque Mestre nos ha convertido a todos en responsables al leer su libro. Somos
conjurados, nos ha obligado a asumir y compartir, sino culpas, si la tarea
responsable de recordar y difundir el horror para que, precisamente, no vuelva
a ocurrir, y tengamos presentes aquellas palabras del historiador británico Ian Kershaw, que nos aseguran que:
“La carretera a
Auschwitz la construyó el odio, pero la pavimentó la indiferencia”.
Y es a causa de esta responsabilidad colectiva por lo que
aparece, al final casi del libro, la figura de Gaspar Hauser, para imponerse
sobre el resto de los nombres mencionados. Sobre todos y cada uno de los
nombres.
Este joven es la encarnación de nuestro desarraigo y pérdida
de identidad ante la barbarie. Gaspar Hauser apareció —con apenas 16 años—
vagando por la ciudad de Núremberg en el año 1828, completamente asilvestrado.
Un largo cautiverio, donde previsiblemente fue molido a golpes y torturado, lo
convirtieron en una persona sin referentes, sin pasado ni futuro, con la
identidad completamente extraviada: es ejemplo de lo que hemos sido y de lo
que, colectivamente, somos actualmente los habitantes de la modernidad.
Después, apenas habían pasado cinco años de su irrupción,
fue asesinado de forma todavía inexplicable. “Aquí fue asesinado un desconocido
de forma desconocida”, reza un pilar octogonal en el lugar en donde lo mataron.
Así lo entendió el austriaco Peter Handke, un autor que
siempre indaga en personajes con crisis identitarias, y compuso una inquietante
obra de teatro al respecto. Y así lo comprende Juan Carlos Mestre, que elige terminar el libro con la repetición
de un mantra que nos vuelve a todos inocentes y víctimas:
“yo gaspar hauser yo
gaspar hauser yo gaspar hauser”
Porque todos somos ese personaje, ese Hauser que vaga
aturdido por el mundo, que conserva los restos y cicatrices de aquellos
desconocidos asesinados de forma desconocida, y que necesita hacer algo con
todo ello. Y Mestre compone un poemario crucial e impactante, que se eleva como
ese Molé Rachmim que ahora toma de la mano a Gaspar Hauser, nos toma de la mano
a todos, para llevar a cabo “la repoblación espiritual del mundo”.
Si atendemos a la cita de José Galván —uno de los
heterónimos del propio Juan Gelman—
que encabeza su libro Relaciones (1971-1973) (Visor), encontramos que esta
prospección hasta las honduras del dolor que hemos presenciado en Museo de la
clase obrera es una forma de elaborar un duelo poético:
“Hay que hundir las
palabras en la realidad
hasta hacerlas delirar
como ella”.
Mestre lleva a cabo, con nosotros sus lectores, ese duelo
poético, aparejado a una demolición del lenguaje donde las palabras resultan
como los cascotes de una escombrera tras un bombardeo. Porque no conviene
olvidarlo, y Mestre lo tiene bien presente en su poemario, aquello que asegura Gelman, sin titubear:
“Ahí está la poesía:
de pie contra la muerte”.
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